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Foto de César, un fotógrafo leonés del que no hay que decir más. El nombre lo dice todo. |
El 29 de mayo de 1966, domingo, mientras la Cultural y Deportiva Leonesa, el equipo de fútbol local, jugaba y ganaba el partido frente al Cartagena, el calor sofocante que se había ido acumulando en la tierra durante todo el día, estalló en el cielo en forma de una de esas tormentas eléctricas que estrangulan el bochorno y son capaces de perturbar la atmósfera con el sonido de los truenos y la luz de los rayos recortándose contra el gris "panza de burra" de las nubes.
"¡¡La catedral se quema!!" era el grito que se oía en León aquel anochecer del 29 de Mayo de 1966. Un rayo, recogido por el pararrayos de la torre pero devuelto en retroceso por la toma de tierra, prendió en la techumbre de madera de la catedral amenazando con dejar a León expoliada de su perfil característico, ese perfil en el que, a día de hoy, la catedral sigue siendo la mayor altura que se recorta contra el cielo. Parece ser que las llamas tardaron unas dos horas en hacerse visibles. Las primeras notas de alarma sonaron en la misa de ocho, cuando empezó a notarse el olor acre y pastoso del humo.
Yo era muy pequeña, probablemente esa noche no me enteré de nada. Ahora solo recuerdo a mi madre entrando en la cocina y diciendo que se había incendiado la Catedral, pero es muy posible que fuera ya al día siguiente.
¿Qué más recuerdo de aquel suceso? Solo una cosa: tiempo después, con motivo de alguna celebración - no sé si para las fiestas de San Juan y San Pedro que tuvieron lugar un mes después, o para las Navidades o la Semana Santa siguiente -, la confitería La Coyantina - las mejores bombas fritas rellenas de crema que he comido y jamás volveré a comer - hizo un montaje de escaparate
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Con motivo del cincuenta aniversario del suceso, han salido publicadas algunas cosas en la prensa local - Diario de León - que me han resultado curiosas y esclarecedoras.
Hay una frase que dice muy a menudo un amigo de mi padre: "Deja al maestro aunque sea un burro". El maestro, en esta ocasión era Andrés Seoane, cantero mayor y restaurador, tanto de la Catedral, como de San Isidoro, entre otos monumentos. Pero tenía una ventaja sobre el maestro del aforismo anterior: él no era ningún burro. Por el contrario, sabía muy bien lo que se hacía y se dio cuenta de algo que, pocos más aparte de él, habrían percibido y que iba en contra de toda la lógica que cualquiera hubiéramos aplicado: a partir de un determinado momento, mandó retirar a los bomberos y dejar de echar agua, porque el derrumbe del templo, que no pudo provocar el fuego, lo hubiera provocado un exceso de agua. La razón estriba en la bóveda de la Catedral. Convertida en cenizas toda la cubierta de madera - 3500 metros cuadrados -, había que salvar la bóveda de piedra, concretamente de toba volcánica, una roca muy porosa, poco pesada y resistente al fuego. Resiste el fuego, sí, pero lo que no puede resistir es que su estructura porosa se empape de agua porque entonces el peso se multiplica y el peligro de derrumbe se vuelve muy grande.
De esa manera, se salvó la Catedral de León, la Pulchra Leonina, de un nuevo ataque del destino, de otro de los muchos que, a lo largo de su dilatada existencia se han ensañado con ella, no todos ajenos a la desidia y mal hacer de quienes deberían vigilar su seguridad.
El primero de esos ataques tuvo lugar ya durante su construcción, cuando el topo famoso roía y destruía por la noche lo que los trabajadores
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La piel del topo sobre la puerta de San Juan |
Foto propia se julio de 2015 |